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La trampa de las identificaciones, como hemos subtitulado este escrito, hace referencia a la trampa del Amo moderno. La trampa de pensar que vamos a ser felices con la acumulación de objetos. Una trampa basada en que el deseo se orienta sobre la identificación y consecución del brillo con el que son expuestos los “objetos de la técnica” en la rueda ilimitada de consumo.
iTramp es un neologismo en el que pensamos esta trampa sosteniendo que funciona por una dinámica global que enraíza su maquinaria en la estructura misma del sujeto. En la ficción sobre la que sujetamos la existencia y que se apoya en el goce del imaginario ilimitado y la consistencia que dan esas imágenes. Un yo que busca una completud en la acumulación de objetos y el establecimiento de fronteras para dar consistencia a un cuerpo producto de un anudamiento siempre en tela de juicio.
Amo moderno, identificaciones, estructura del sujeto, goce y anudamiento son conceptos a los que intentaremos dar luz en los párrafos venideros sirviéndonos de las enseñanzas de Lacan a propósito de los tres registros (Real, simbólico e imaginario), el deseo y el discurso capitalista.
Las identificaciones hacen parte de la constitución misma del sujeto. El sujeto de la contradicción que somos todos, se inaugura bajo un equívoco fundamental: ¡somos lo que vemos en el espejo!
En aquella identificación primaria del bebé a una imagen podríamos decir que se inaugura el yo y por tanto el no-yo. Que en esa identificación también hay una alienación, una división entre lo que pensamos que somos y lo que efectivamente somos ya que somos algo más que el reflejo en un espejo o la imagen fosilizada en una fotografía. Es más, hace falta un arduo recorrido y esfuerzo psíquico para que los límites entre el yo y el no-yo se consoliden en las fronteras del cuerpo. Un cuerpo construido en el entramado de la palabra que viene del Otro y, que por estar atravesado por las palabras, pierde su consistencia puramente animal y pasa a sostenerse en aquello que las palabras quieren decir. Un sujeto se representa en un significante para otro significante.
Las identificaciones y las palabras: lo imaginario y lo simbólico. En la identificación tomamos prestado algo que viene del otro. Rasgos que incorporamos como propios y que siguen cierto principio alienante porque representan una imagen en un plano proyectivo; representan al yo, sede del narcisismo. Por otra parte, en lo simbólico encontramos el registro de los significantes, del sujeto, algo que por sí solo no puede significar nada sino que necesita de otro significante para encontrar un significado. Esto genera cadenas significantes: el campo de las palabras y los sentidos.
El psicoanálisis da cuenta de una teoría del sujeto que nos puede ayudar a entender qué sucede cuando alguien que padece anorexia se mira al espejo. O por qué una mujer se somete a más de 50 operaciones para parecerse a Angelina Jolie. O un hombre se somete a 26 operaciones para parecerse a Superman. O por qué nunca vamos a estar del todo satisfechos con la vida. O por qué nos autosaboteamos hasta el hastío. O simplemente por qué, cuando todo parece estar bien, hay un hilo de angustia que comienza a contagiarlo todo.
La respuesta, por supuesto no totalizante ni reduccionista –no somos tan ingenuos-, puede comenzar a tejerse en los primeros párrafos de este texto. Somos sujetos del inconsciente, de la falta en ser, sujetos que por estar atravesados por el lenguaje, anudamos una experiencia Real en los registros simbólico e imaginario para salir del instinto animal y poder entrar al mundo de la cultura, de las sociedades, de lo humano.
Así es, el lenguaje nos ha servido para transformar la existencia, las palabras para sostenernos el uno del otro, hacer vínculo, sociedades, imperios, revoluciones, cuadros, música, libros y un muy largo etcétera. La cuestión está en que no todo es significante, no todo está en las palabras ni en las imágenes, sino que debajo de todo esto se encuentra algo intramitable por el sentido de las cosas. Algo inefable que es la experiencia de lo Real, y Lacan le da el estatuto de registro. El registro de lo Real que no alcanza a ser dominado por las palabras, que nos hace tartamudear y que sólo podemos saber que “Ello” nos constituye desde la célula más íntima del ser porque, justamente, podemos dar cuenta de que ello es un goce.
El goce no es el placer. El goce es un exceso. En el goce queda retratada la repetición, por lo que en psicoanálisis entendemos que el goce es la juntura del placer y el displacer. Hay repeticiones que nos llevan al placer pero cuando este se sale de cauce, la repetición tiene más de displacer que de placer. La repetición de los vicios, de las malas elecciones, de aquello que imposibilita que un sujeto pueda ser sujeto y se convierta en un consumidor. “El goce está en la escala invertida de la ley del deseo”. Mientras haya más goce desbordando la subjetividad del sujeto, habrá menos deseo y un sujeto aplastado por las redes de la angustia, la compulsión a la repetición y una búsqueda del todo equivoca por una ficción duradera que tapone el malestar per se de estar vivos, de saber que somos sujetos mortales al igual que nuestros seres queridos, de aceptar los limites que le impone la realidad a nuestro narcisismo.
El goce será siempre un plus. No puede negativizarse, lo toca todo. La cuestión es qué hacemos con el goce, cómo nos llevamos con él, si podemos articularlo en la gramática de un deseo decidido o, si por el contrario, lo envolvemos en los trucos y tretas de lo imaginario para negar infantilmente la realidad.
Vivimos en la sociedad del goce, del enaltecimiento de lo audiovisual y un imaginario orientado a la producción del consumidor perfecto. Parece ser que al sistema de mercados esto resulta interesante y aquí es donde todo lo anterior tiene sentido para este escrito.
En la sociedad del discurso de la ciencia (de la técnica), la dinámica imperante se sostiene en la base de que la falta en ser constitutiva de la que hablamos puede colmarse con diferentes objetos. “A usted querido lector que siente que le falta algo, ¡claro que le falta algo! ¡¡Le falta el último iPhone!! ¡¡Le falta un BMW!!…” Por ello es que funciona tan bien la rueda de consumo y la producción ilimitada de objetos, porque este discurso promete obturar una falta constitutiva y porque el goce queda embelesado por lo imaginario. Y en lo imaginario los objetos son equivalentes. Uno puede fácilmente sustituir a otro y en cuanto tengas el último iPhone de moda, probablemente vuelva la angustia y con ella, la necesidad de buscar otro objeto que calme momentáneamente el malestar del día a día. Vamos, toda una trampa…
Sin embargo, el registro imaginario es consistente pero inestable. No hay crimen perfecto. Un yo que abusa de lo imaginario será un yo consistente pero muy inestable y quebradizo, un yo que busque una “completud” imaginaria e irreal.
De lo anterior entendemos que la inestabilidad que producen las identificaciones imaginarias en el sujeto hacen que este necesite de discursos rígidos y de poca dialectización. Que se identifique con figuras que empoderen posturas que se crean así mismos “del lado correcto de las cosas” y que señalen de manera clara un enemigo “imaginario” que concentre todos los males de la época. Ejemplo: “la crisis viene de la mano de los inmigrantes”, “la culpa de todo lo que nos aqueja es del país vecino”, “nuestra raza merece estar por encima de otras”, “nos están quitando el trabajo”, “ellos son todos terroristas”, etc…
Sin lugar a dudas, no hay manera más eficaz de crear cohesión en un grupo de personas que dibujarles un enemigo común. Cuanto más pobre sea el registro simbólico de los sujetos (sujetos sin un deseo real, sin interés por la lectura, las artes, el saber, el pensamiento y las conquistas nobles de la humanidad), más fácil será hacerlos presa del embelesamiento imaginario de los discursos simplistas y pasionales que se propongan como redentores de la época. Además, por si fuera poco, el yo del sujeto se diluye en la multitud de las masas en identificación a un líder omnipotente. Mal asunto. Malas noticias.
Nada de esto nos es ajeno. Diversos líderes en diferentes partes del mundo han aparecido con sus discursos xenófobos y redentores. Las fronteras entre países y grupos de personas se erigen sobre promesas que poco tienen que ver con un análisis profundo de la realidad de las naciones. Pero sí con “soluciones divinas” que sirven como alimento al hambre de certezas que tiene el consumidor común. Se nos viene a la mente uno en concreto: el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, al que poco faltó hacerle un espacio en el título de este escrito: iTrump. Aunque su homofonía en castellano nos dejó más que satisfechos.
¿Cómo podría un muro en la frontera con México solucionar los problemas que aquejan a Estados Unidos? Es más ¿cómo es posible que una persona como Trump sea el presidente del país más poderoso de la Tierra? Un pueblo ignorante es un pueblo que vota mal. Un pueblo que se sostiene desde la obtención de goce como sentido ulterior de todas las cosas es un pueblo sometido al imperio de las imágenes y al fetiche de la completud y las fronteras. Un pueblo en búsqueda de un caudillo.
La búsqueda de la seguridad garantizada solo puede crear una sensación de inseguridad máxima. La construcción de un muro es una salida imaginaria a la paranoia de un país con el gran objeto que es el consumo, atravesado en la garganta. Produciendo síntomas, asesinatos en serie, niños matando a sus compañeros de clase, racismo y xenofobia. Un modelo muy estadounidense pero que desafortunadamente se está exportando con gran facilidad al resto de las naciones.
Un modelo. “El modelo” perfecto para el sistema de mercados, trata de someter la realidad al ideal. Algo que tiene por consecuencia el desencadenamiento de la paranoia global. El gran monstruo imaginario al acecho. Cualquier argumento en contra es atacado con una interpretación totalitaria y rechazado instantáneamente para borrar toda oposición y toda diferencia para homogeneizar a un grupo e instituir al otro como amenaza real.
La verdadera frontera la encontramos en los límites de lo Real que esconde la realidad, en la dificultad de pensarnos, en el miedo en asumir la incertidumbre y poder soportarla. Ponernos en cuestión y vérnosla de frente con nuestro narcisismo y la responsabilidad de nuestros actos y nuestra propia existencia.
Lo simbólico es inconsistente –porque un significante siempre necesita de otro significante- pero es estable. Nos ayuda a expandir el universo del lenguaje y de los sentidos, a buscar una sociedad basada en el respeto y la diferencia, a poder tocar la realidad desde otro lugar, a abrazar de una forma menos imaginaria la vida. Algo que, sin embargo, no nos da garantías de encontrar la felicidad. Pero sí un “saber hacer” con nuestro propio goce. Un “saber hacer” más digno, más humano y menos paranoico.